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Publicado : Ayuntamiento de Guardo 3 de marzo de 2021

 



PAREDES BLANCAS

«Será el más bonito que hayan visto nunca. A ellos les encantará», exclamaron la primera vez que me vieron.

Hay momentos que te cambian la vida, y aunque esta historia empezó cuando me separaron de los míos de forma abrupta, me amordazaron y me metieron en un camión, estoy muy agradecido por el día en que mi realidad se puso patas arriba.

Año tras año, veía cómo amigos y familiares de mi comunidad eran elegidos por hombres desconocidos para fines inexplicables. Llegaban sin avisar y lo hacían todo demasiado rápido; sin piedad. 

Se los llevaban para no regresar, metiéndoles en prisiones de plástico de las que nadie sabía si salían vivos. Su destino era una incertidumbre.

Cuando me llegó el turno, de nada sirvió resistirme.

Tras un viaje interminable que pasé dormido, soñando con lo que dejaba atrás, mis captores me instalaron en una sala llena de ventanas en un edificio enorme. La austeridad de las paredes me ponía nervioso. No tenía nada que ver con el colorido de mi hogar, las mañanas de sol y el aire con olor a libertad. El blanco me asfixiaba, me ahogaba.

No obstante, solo a mí me molestaba, ya que los humanos a mi alrededor estaban demasiado ajetreados como para reparar en el color de los muros. Algunos, esos para los que el tiempo corría a su favor, se detenían a observarme cuando cruzaban por mi lado. En sus rostros leía la duda, como si no entendieran qué hacía en un sitio así.

Les comprendía, pues yo también lo ignoraba.

¿Cuál era mi misión en aquel lugar de paso con tantas idas y venidas que era incapaz de contar? ¿Qué tenía yo que ver con esos hombres y mujeres de batas blancas que pasaban, exasperados, frente a mí? ¿Y con los familiares que buscaban respuestas en los carteles colgantes?

Era como si me hubieran puesto en el medio del caos para que lo viera, oyera y sintiera todo, pero no me estuviera permitido intervenir.

La situación cambió una mañana de lluvia, cuando el salón se quedó desierto. La ausencia de claridad exterior lo bañaba todo y las sombras eran más oscuras que de costumbre.

Hasta que llegaron ellos.

Rara vez había visto a los niños humanos, así que me causaban mucha curiosidad. Les observé con atención; formaban un grupo de lo más variado e interesante. 

No todos podían sostenerse por su propio pie. Eran varios los que se apoyaban en varas de metal o que iban sentados en sillas móviles que los mayores empujaban. Algunos tenían parte de la cara o el cuerpo cubiertos por vendas, y otros, pese a la diferencia de su rostro, con su expresión risueña, demostraban que su mente era más cuerda que la de muchos adultos.

Y luego estaban mis favoritos. Los niños de colores.

Sus diminutas cabecitas estaban cubiertas por tela arcoíris en lugar de pelo. Nadie sabía qué había debajo de ella, pero sonreían a cada instante, como si quisieran ser la luz que le faltaba a aquel día de invierno.

Comprendí que eran guerreros. Pequeños héroes y heroínas a los que, como a mí, habían separado de su mundo habitual para acogerles en las plantas de aquel edificio. Ninguno sabía cuánto tiempo debían pasar allí, pero no les importaba. Se centraban en disfrutar el momento.

«Es un comportamiento admirable», me dije. Decidí que seguiría su ejemplo. Por eso, cuando los tres adultos que los acompañaban anunciaron que la fiesta iba a comenzar, yo también quise formar parte de ella.

La música empezó a sonar por los altavoces y los niños se lanzaron a abrir unas cajas de cartón que habían traído consigo. De ellas sacaron baratijas y objetos brillantes que no había visto jamás.

Uno a uno, pequeños y grandes se acercaron a mí y me engalanaron con las joyas. Las había de todas las formas y colores posibles: cuadradas, esféricas, similares a copos de nieve… Me las colgaron de las ramas, adornaron mi tronco y revolvieron la tierra de mi maceta con sus manitas juguetonas.

Cuando terminaron su tarea se apartaron para observar el resultado. Todos estaban contentos hasta que una niña frunció el ceño, alzó la vista hacia mi copa y dijo con descontento:

—¡Hay un gran problema! ¡A este árbol le falta una estrella!

El pánico corrió como la pólvora y el buen ánimo que había reinado se disipó. Los niños se giraron hacia los adultos, en busca de respuestas. Estos se miraron entre sí. Uno de ellos esbozó una sonrisa cómplice y revolvió las manos en su espalda. Se agachó con los pequeños y les enseñó lo que escondía.

¡Ahí estaba la estrella perdida!

Los ojos del hombre brillaron cuando preguntó quién quería colocarla y todos se ofrecieron voluntarios. Al final, para no tener que elegir, lo hizo él mismo, proclamando:

—Desde hoy, veinticinco de diciembre, este árbol se convertirá en nuestro guardián. Velará por todos los que estemos en la planta infantil, para que os curemos y os pongáis buenos lo más pronto posible. ¡Feliz Navidad, peques!

Sentí que me habían coronado y que debía lucir la estrella con orgullo. Ahora estaba completo. 

Hay muchas cosas que los abetos desconocemos del mundo de los humanos, pero aquel día comprendí que Navidad no es solo un conjunto vacío de letras, sino una palabra que encierra sentimientos profundos que calientan los corazones de quienes la pronuncian.

Desde ese momento, todos los años he cumplido con mi cometido. Me he vuelto fuerte y robusto, y gracias a mí, para los visitantes del hospital la Navidad ha sido y seguirá siendo, sinónimo de esperanza, ilusión y afecto.

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